04 junio, 2005
MANICOMIO DE DEFORMIDADES
04 junio, 2005
Corriendo por la orilla me siento mutilado, el aire del mar arranca toda la parte de mi cuerpo que deseo desechar. Los músculos de mis piernas se tensan y destensan continuamente endureciéndose a cada paso. El sol choca contra mi cara, me calienta, me hace sudar mientras las gotas resbalan por la frente precipitándose hacia la comisura de los labios; el sabor salado me recuerda a el del mar que tengo a mi lado brillando por el reflejo el sol. Es hermoso, la brisa fresca contra mi rostro, el pálido sol, el agua turquesa y la arena húmeda cubiertas de conchas quebradas que nunca sabremos de dónde han venido. Sólo yo y la playa llena de pequeñas dunas que se agitan por la acción del aire; creo que podría seguir corriendo toda la vida, hasta el fin de los tiempos, hasta la extenuación.
A lo lejos veo tres formas que no puedo distinguir, están clavadas en la arena como estacas. Cuando me acerco vislumbro el contorno de cada una de ellas. Son tres mujeres cubiertas de harapos negros y suciedad, la del medio lleva puesta una capucha del mismo color que sus ropas; aún así puedo ver los rasgos de sus rostros afilados, barbillas casi acabadas en punta, caras pronunciadamente alargadas, incluso las orejas de cada una de ellas terminan en punta como moldeadas por un escultor obsesionado por los picos. Son extrañas, hermosas.
Lentamente me detengo frente a una de ellas, me dan la impresión de estar tan perdidas y desvalidas que me ofrezco para ayudarlas en algo. No obtengo respuesta alguna, sólo agudas miradas que salen como flechas de sus rasgados ojos, apenas carentes de pestañas y cejas.
La situación bien podría causar cierto temor, sólo en la playa con tres mujeres andrajosas y estáticas, parece como si alguien hubiera detenido el tiempo con el botón de pausa de un mando a distancia. Me observan de una manera inquietante, como si quisieran leer mi alma, casi me violan con sus rasgados ojos. Apartando mi mirada de las suyas las vuelvo a hacer la misma pregunta obteniendo el mismo resultado.
Decido guardar la curiosidad y seguir corriendo; comienzo a mover las piernas cuando súbitamente la mujer de el centro se quita la capucha y se acerca con rapidez hacia mí. Retrocedo unos pasos en un acto reflejo pero ella camina más aprisa que yo, nuestras caras casi se chocan, no hay más que un palmo entre su rostro y en mío. Observo sus labios púrpuras que se van abriendo poco a poco, lentamente, casi podría besarla. Muestra sus dientes al principio pequeños que se van haciendo cada vez más y más grandes a medida que va abriendo la boca.
Comienzo a tener miedo, el pánico se apodera de mí cuando sus ojos se tornan de un color opaco intenso, la oscuridad cubre parcialmente su expresión.
Siento como me filtro por su boca hacia la garganta, mi cuerpo toma la forma de un fideo fino y largo, cuando me introduzco en ella rozo los labios rojos como la sangre que debería haber dentro de su cuerpo y que no hay.
Atravieso su garganta rozando la campanilla que suena estrepitosamente dándome la bienvenida y caigo en una enorme cueva iluminada por una tenue luz roja.
No me daño al caer, la superficie es de una sustancia blanda y viscosa similar a la gelatina de fresa.
Pierdo la conciencia y duermo plácidamente lo que me pareció una eternidad. Cuando desperté estaba cubierto de formas deformes y miradas ausentes de cordura. Sin duda eran personas o mejor sería decir que lo fueron, ya que sus cuerpos podridos estaban desechos, carcomidos como la propia viscosidad que los rodeaba.
Volví a sentir miedo, me levanté y huí hacia un rincón situado a mi espalda, sólo me siguieron sus miradas que dejaron de observarme al cabo de unos instantes y continuaron su rutinario paseo. Giraban en círculos chocándose unos con otros, se parecían a las viejas peonzas con las que jugaba de pequeño, chocaban con algo e inmediatamente tomaban una dirección opuesta a la anterior.
Era como un manicomio de deformidades, las había de todos los tipos, unos derretidos como si se tratase de helados de fresa, otros sin extremidades y absolutamente todos carecían de expresión alguna en sus rostros; los enormes ojos oscuros e inexpresivos que se detenían en objetos imaginarios del entorno era el único punto en común entre ellos.
Pasaron los días y las formas fueron desapareciendo lentamente en sus propios fluidos corporales. Cada día caía una persona más con la que mantenía una pequeña conversación hasta que comenzaba a deformarse y a perder la cordura, el autismo se apoderaba de ellos tan rápido como un cáncer.
No hacía más que preguntarme porqué no me diluía como ellos, porqué conservaba mi mente intacta y sobre todo porqué estaba en ese lugar de pesadilla. Todas esa preguntas y muchas más quedaban siempre sin respuesta, y más valía no detenerme mucho a pensar sobre ellas sino quería acabar como ellos.
Cuando me sentí con fuerzas para explorar el interior de aquella cueva, dejé a los demás y comencé a andar como si mi vida dependiera de ello, y en cierta forma así lo creía. Con la mirada distraída y perdida en el horizonte caminaba por pasillos similares a los de la cueva en la que habitaba anteriormente, rojos como el color de la sangre y viscosamente asquerosos. La suela de las zapatillas se pegaba a la superficie de aquel lugar. Allí ya no había criaturas como las que me encontré en el inicio del viaje y que de alguna manera comencé a tomar cariño; sólo pasillos, me daba la impresión de girar en círculos.
Comenzaba marearme a causa de la falta de comida y la pérdida de esperanza de encontrar algo, realmente no conocía lo que buscaba pero sabía que si continuaba mi búsqueda hallaría respuestas a esta locura.
Finalmente y después de un tiempo que no sabría definir con cierta exactitud ( ni de ninguna otra forma ) , encontré una sala circular parecida a casi todas pero con la diferencia de que ésta estaba recubierta en su totalidad por unos racimos negros similares a las uvas pero de piel transparente e interior de un líquido rojo sanguinolento Colgaban por todos lados, techo, paredes y suelo cubiertos de lo que a mí me perecía una extraña fruta.
El vacío en el estómago llegaba casi a sus límites, así tomé la decisión de comer de la fruta roja, no podía perder nada, cualquier reacción sufrida a causa de la ingestión de ellas no sería peor que morir de inanición.
Las tragué copiosamante, atragantándome con su interior, su sabor dulce me recordaba a un jarabe empalagoso que solía tomar en mi infancia pero el hambre era tan grande que continué comiendo y no quedé satisfecho hasta que acabé con gran parte de la pared derecha de la cueva.
Después del banquete la modorra me invadió hasta el sueño, en él caía hacia arriba atravesando el techo como si se tratase de chicle, todo mi cuerpo quedaba impregnado de una capa pegajosa con olor a frambuesa.
Desperté debajo de un árbol, cerca de donde todo empezó, las mujeres ya no estaban, sólo olor a mar y naturaleza salvaje. Aún quedaban algunos restos de aquella sustancia viscosa que se fueron después de tomar un rápido baño.
Todavía hoy me pregunto si todo fue un sueño y de no ser así, como yo creía, quienes eran esas extrañas mujeres de interior cavernoso, de dónde venían y porqué sobreviví a diferencia de las personas que caían dentro de ellas.
Más vale no pensar mucho en ello si no quiero acabar como ellos.
Etiquetas:
relatos y otras historias
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